Ganador del Goya, brillante como solista o como socio de Poveda y de Duquende, un elegido: pocos compositores y guitarristas ha dado el flamenco tan sólidos e influyentes como Juan Gómez, Chicuelo.
Marco Mezquida: músico total, rotundo, creador de un pianismo único, que abreva y se enriquece en la diversidad, que no ha parado de asombrar desde su irrupción en la escena europea.
Cruce de caminos de dos personalidades artísticas tan nítidas como dúctiles. Una intersección marcada por la autenticidad, la admiración mutua y la entrega absoluta a la música.
“Pinta tu aldea y pintarás el mundo”, dicen que dijo Tolstoi.
Pero es el mundo el que siempre está llegando y, pincelada a pincelada, traza esta aldea llamada Barcelona; luego, Chicuelo y Marco Mezquida la pintan a ella: colorida, tórrida, profunda, lúdica, antigua, joven, intensa en la vigilia y en sus sueños.
La tela en la que pintan está tejida por su tiempo y su lugar. No es fusión, no es música del mundo: es el pulso del Mediterráneo que resuena. Barcelona puerto y refugio, lugar de convergencias y tránsito, playa de un Mediterráneo en la que fugitivos y buscadores de toda calaña se enredan. Dos cazadores de sonidos se enredan.
Marco Mezquida y Juan Gómez, Chicuelo, se encuentran, no se preguntan de dónde vienen. Dos que suenan, que respiran en un idioma llamado arte, conversan y conversan desde teclas y desde cuerdas. Hablan música en la lengua del Mar Nuestro. Nos cuentan la música que pinta a un puerto, música que es como el agua: se agita, se mezcla y, así, el agua es mar, el mar es agua y es un agua que es todos los mares: así las músicas navegan, convergen; así suenan Marco Mezquida y Chicuelo.
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