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Enric Granados: Goyescas o Los majos encadenados

ALBERT ATTENELE

CD
02/03/2016
CLÁSICA CONTEMPORÁNEA
COLUMNA MUSICA (COM0346 02)
8429977103460
Después de haber grabado sucesivamente Cerdaña de Déodat de Séverac, Iberia de Albéniz y Música callada de Mompou, Albert Attenelle culmina esta serie de grabaciones de madurez con las Goyescas de Granados. Creo que soy objetivo si digo que, a día de hoy, hay pocos, muy pocos intérpretes —aquí y en el resto del mundo— capaces de registrar estas catedrales de la literatura pianística del siglo XX con el rigor, conocimiento, versatilidad, sutileza y expresividad necesarios para recrear cada una de estas obras.
Por lo tanto, lo primero que tenemos que hacer es felicitarnos por esta apuesta continuada de Columna Música tanto para revisitar nuestro patrimonio pianístico más preciado como por el talento singular de este intérprete, que no ha dudado en consagrar los mejores años de su trayectoria a unas grabaciones de una calidad excepcional.
Discípulo directo de Frank Marshall, Albert Attenelle encarna la continuidad, vitalidad y fecundidad del legado de la escuela catalana de piano, que se remonta a nombres hoy míticos como los de Joaquim Malats, Carles Vidiella, Ricard Viñes, Joaquim Nin, Isaac Albéniz o el propio Enrique Granados, para los que se escribieron muchas de estas grandes obras. Piezas que necesitaban el concurso y la excelencia de un tipo de pianista que poseyera una formación técnica muy por encima de la media del país.
Es, pues, indispensable subrayar la vigencia de la importante —y decisiva— tarea pedagógica que Granados desarrolló a través de su discípulo Frank Marshall y la academia que ha llevado sus nombres, de la que han sido discípulos directos nombres tan preclaros como los de Baltasar Samper, Alicia de Larrocha, Rosa Sabater, Carlota Garriga o Albert Attenelle, sin olvidar a todo un conjunto de intérpretes más jóvenes que aseguran y garantizan la continuidad.
La obra que hoy nos ocupa, las Goyescas de Enrique Granados (1867-1916), es sin duda la obra maestra de su compositor. Se trata de la suite para piano op. 11, compuesta entre 1909 y 1911, dedicada a su esposa, Amparo Gal, formada por dos cuadernos y seis piezas, estrenados por él mismo el primero en el Palau de la Música Catalana el 11 de marzo de 1911, y, el segundo, en la Sala Pleyel de París el 2 de abril de 1914. Posteriormente Granados compuso otra “escena goyesca”, El pelele, estrenada en Terrassa el 29 de marzo de 1914 también por el propio compositor, que, si bien relacionada con la temática de la obra, no forma parte de ella ni se debe considerar como un posible colofón a la misma, sino que rompe con el despliegue formal de la suite en cuestión y nos remite a un virtuosismo tardorromántico de cuyos excesos el compositor había querido, en cierto modo, desprenderse y alejarse.
Ahora bien, el impacto y encanto de esta obra fueron tales que impulsaron al compositor y pianista estadounidense Ernest Shelling (1876-1939) a pedir a Granados que compusiera una ópera, y así fue como, con el concurso del libretista y amigo Fernando Periquet (Valencia, 1873-1940), de la obra pianística surgió —hecho del todo insólito— una creación lírica: la ópera del mismo nombre, de un acto y tres cuadros, publicada por el editor Rudolph E. Schirmer, estrenada bajo la batuta del maestro Gaetano Bavagnoli (1879-1933) en el Metropolitan de Nueva York el 26 de enero de 1916, y en el Gran Teatro del Liceo de Barcelona el 9 de diciembre de 1939, en el que fue su estreno en España.
Por desgracia, el éxito de su estreno neoyorquino (un Granados eufórico decía a su amigo Ricard Viñes: «Por fin he visto realizados mis sueños […] Toda mi alegría actual la siento más por lo que ha venir que por lo que he hecho hasta ahora») acabó teniendo consecuencias funestas: fue invitado por el presidente Woodrow Wilson a ofrecer un recital de piano en la Casa Blanca (Washington), por lo que aplazó su regreso a Barcelona, y el 24 de marzo de 1916 —en plena Primera Guerra Mundial— se produjo el naufragio del ferri francés Sussex en el que hacía el trayecto de Folkestone a Dieppe, tras ser torpedeado por un submarino alemán en el canal de la Mancha.
Ahora bien, ¿qué tipo de conexión se produjo entre Granados y Goya que nos pueda ayudar a desvelar mínimamente el hechizo de esta suite para piano? No olvidemos el subtítulo: “Los majos enamorados”. Gracias a una carta de 1910 a su amigo Joaquim Malats tenemos el valioso testimonio del mismo compositor: «He compuesto una colección de Goyescas de gran vuelo y dificultad. Son el pago a mis esfuerzos por llegar. Dicen que he llegado. En Goyescas he encontrado toda mi personalidad; me enamoré de la psicología de Goya y de su paleta, por tanto de su maja, señora; de su majo aristocrático, de él y de la duquesa de Alba; de sus modelos, de sus pendencias, de sus amores, de sus requiebros. Aquel blanco rosa de sus mejillas, contrastando con las blondas y terciopelo negro con alamares… aquellos cuerpos de cinturas cimbreantes, manos de nácar y carmín posadas sobre azabaches, me han trastornado, Joaquín. En fin, tú verás si mi música suena a color de aquel».
Este es, pues, el mundo goyesco que apasiona a Granados: el que se complace en combinar el estilo rococó de Tiépolo con el neoclasicismo de Mengs para lograr el más adecuado para la decoración de las estancias reales. Un mundo saturado de buen gusto, de encanto y de pintoresquismo fruto de su trabajo como pintor de cartones para los tapices de la Real Fábrica de Tapices de Santa Bárbara: cuatro series de cartones, la segunda de ellas, centrada en la representación de diversiones populares y escenas de ocio campestre a orillas del Manzanares. De ahí que los temas musicales de Goya sean mayoritariamente populares: tapices o telas en que los instrumentos despliegan su sonoridad al aire libre, como “El baile a orillas del Manzanares” o “El ciego de la guitarra”, por poner dos ejemplos.
Ahora bien, entre estos cartones y nuestra suite no hay que buscar ningún tipo de correspondencia exacta —con la excepción, eso sí, de El pelele, inspirada en la obra de Goya del mismo título— sino más bien la feliz recreación de una atmósfera, de un tono, de un imaginario largamente codiciado: el mundo de la tonadilla, de los sainetes de don Ramón de la Cruz —buen amigo del pintor— y del folclore urbano de Madrid, su ambiente casticista, toda una serie de cuadros de amores entre majas y mayos en su versión más encendida y romántica de finales del siglo XVIII y principios del XIX. Una consecuencia más de las enseñanzas de su maestro Felip Pedrell, y una digamos nueva modalidad del nacionalismo musical hispánico de la época (sin ir más lejos, Goya para Granados encarnaba por encima de todo “el genio representativo de España”; por consiguiente, no se trata de ninguna elección fortuita, sino todo lo contrario).
Pero a diferencia de otras obras del mismo compositor, Goyescas trasciende este mundo idealizado, afiligranado y gozoso entregándonos, creo, una extraordinaria síntesis de la luminosidad de los cartones goyescos con el dramatismo de los Caprichos posteriores. Para ello da rienda suelta —y tan suelta: ¡hubo quien tildó a Goyescas de mero conjunto de improvisaciones!— a la pasión amorosa entre un majo y una maja, desde su primer encuentro (“Los requiebros”) hasta la trágica muerte de él (en “El amor y la muerte. Balada”) y la posterior aparición de su espectro en el “Epílogo. Serenata del espectro”, pasando por “Coloquio en la reja” y “Quejas, o la Maja y el Ruiseñor”.
Tal vez vagamente inspirada en el capricho “tal para cual”, “Los requiebros” parten de una jota —una más que probable alusión al origen aragonés del pintor—, cuyos ritmos se van intercalando y desdoblando con una fantasía desbordante hasta convertirse en una muestra del mejor contrapuntismo. Por el contrario, el “Coloquio en la reja” es un trágico dúo de amor que nos sitúa en un mundo diametralmente opuesto —se intuye y prefigura el drama—, mientras que “El fandango de candil” —basado en la tonadilla “Currutacas modestas” dedicada, por cierto, a Viñes—nos vuelve a llevar a una atmósfera popular en la que reinan la danza y la exuberancia armónica, y en que el piano parece que vaya a convertirse en guitarra. La pieza con la que concluye el primer cuaderno, “Quejas, o la Maja y el Ruiseñor”, es, sin duda, la más conocida y popular de toda la suite: se hace difícil de creer que este lied pianístico se inspirara, como dijo el propio compositor, en una canción oída en las afueras de Valencia, pero sea como sea se ha acabado convirtiendo en un auténtico must del repertorio pianístico, que incluso está en el origen del bolero Bésame mucho (!) de Consuelo Velázquez. Lo cierto es que, en medio de una trama polifónica de cuatro líneas contrapuntísticas, se alza y destaca la encendida melodía de un pájaro que canta y canta sin apenas alterarse por los múltiples arabescos que pretenden arroparlo, hasta el punto de convertirse en su máximo protagonista, sobre todo a través de una sonoridad onomatopéyica difícil de ejecutar con éxito.
Inspirándose en el décimo de los Caprichos de Goya, el segundo cuaderno comienza con la balada “El amor y la muerte”, que retoma motivos temáticos procedentes de las distintas secciones del primero, como si todos estos apuntaran en su misma dirección. Sorprende de entrada por su sencillez formal y una escritura nada recargada, pero aún más por la intensidad de su dramatismo, que hace honor aparente a la fatal dialéctica del binomio que da título tanto al capricho goyesco como a la balada de Granados. Por último, “Epílogo. Serenata del espectro” nos remite más bien al último Goya, el más visionario y sarcástico, por cuanto se conjura en la pieza la aparición grotesca de un esqueleto que se apodera de una guitarra y la toca mientras desaparece…
Después de terminar Azulejos, de su gran amigo Albéniz (fallecido en 1909), y seguramente estimulado por el clamoroso éxito internacional de Iberia, Granados retoma y completa en poco tiempo su suite Goyescas, que supera en dimensiones y ambición técnica toda su obra anterior y se convierte —por su melodismo revestido de un aura improvisadora, el entramado de su trasfondo armónico, la original progresión de elementos repetitivos o la incesante maleabilidad de su fraseo— en una de las cumbres de la literatura pianística del siglo XX. Más allá de los “accidentes de la vida exterior” a los que solía aludir Carles Riba, y que, sin embargo, parecen condicionarla, la suite Goyescas se sitúa muy por encima de lo que en principio la inspiró, y hoy la escuchamos, libre ya de casi toda carga plástico-literaria, como una obra de una enorme envergadura y complejidad, recorrida de punta a punta por un lirismo ora melancólico, ora incandescente, que sitúa a su autor tanto en los postulados del nacionalismo musical imperante en la época como quizás aún más en la fecunda estela romántica de Schumann, Chopin, Liszt o Grieg.


Escuchar (30 segundos)
01
00:09:39
Goyescas, Suite para Piano, Op. 11: I. Los Requiebros
02
00:11:19
Goyescas, Suite para Piano, Op. 11: II. Coloquio en la Reja
03
00:06:05
Goyescas, Suite para Piano, Op. 11: III. El fandango de Candil
04
00:06:22
Goyescas, Suite para Piano, Op. 11: IV. Quejas o La Maja y el Ruiseñor
05
00:12:31
Goyescas, Suite para Piano, Op. 11: V. El Amor y la Muerte (Balada)
06
00:08:06
Goyescas, Suite para Piano, Op. 11: VI. Epílogo: Seranata del Espectro

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